Yo era un hombre sedentario. Deporte; más bien poco. Cuando
viajaba lo hacía en coche o en moto. Un día subiendo La Cuesta, venía de
Cartagena con dirección al Puerto de Mazarrón, me encontré con un ciclista. Era
un hombre joven, por la pinta, extranjero y pensé: hay que estar un poco loco
para hacer esto. Apenas se le veía entre sus grandes alforjas, en el manillar
llevaba atados sacos y mantas. Avanzaba lentamente, pedalada a pedalada con un
esfuerzo enorme.
He de confesar aquí que mi ideal de viaje en aquellos días,
y quizás también ahora sea el de un carro tirado por un cansino pollino; las
sartenes cuelgan de los costados con monótono golpeteo; los chorizos, a
horcajadas sobre una caña, penden del techo al alcance de la mano mientras yo;
tumbado sobre la tablazón, sombrero de paja cubriendo el rostro, dejo pasar el
tiempo indolente, y el pollino sigue el camino que mejor le parece.
En aquella época viajar dando pedales me parecía los
castigos de Tántalo y Sísifo juntos…