domingo, 27 de julio de 2014

Galicia 2014, Costa da Morte



Este no es un viaje bicicicletero, es en vehículo a motor, allí donde durante muchos siglos las gentes creyeron que se acababa la tierra, al final solo quedaba el océano y el abismo. Hoy; aunque sabemos que no es así, sigue ejerciendo sobre nosotros esa fascinación atávica, irracional, que conecta con mundos intuidos donde la realidad se transforma atenazando nuestro ser, meigas, bruxas, tardos y otros seres mitológicos pueblan una tierra húmeda de brumosos límites. Aguas profundas de océano traicionero, devoradoras de incautos atraídos por la falsa seguridad de una tierra apenas vislumbrada, sucumben en esos contornos imprecisos a los que juegan cabos y escollos, rías y ensenadas.

Más de mil kilómetros de tierras duras separan el Finisterre gallego del levante español, fechas de caléndulas en días interminables, soportables solo bajo el frescor del aire acondicionado. De modernos bandoleros de autopista que te cobran por un zumo como si te hubieras tomado toda la cosecha de naranjas valencianas. Hacemos caso omiso de las recomendaciones de la DGT y paramos a comer en Arévalo, revuelto de morcilla con pasas y piñones, lechazo de principal y si hay que echar la siesta, se echa, que de sufrir, lo justo. Galicia nos recibe con un cielo azul, propio de latitudes meridionales, que pronto se torna dorado, se incendia en toda una gama de rojos para desaparecer en una oscuridad que sobreviene casi de golpe, negro profundo sobre el negro océano. No es nuestra primera puesta de sol en Galicia, pero nos sigue sorprendiendo como el primer día.

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