No me habla, y hace ya algunos meses. Desde
aquel pinchazo. Fue solo una broma, pero no me habla.
Fue un sábado de verano, ya sabes lo que pasa en nuestro grupo, que recoge
a muchos ciclistas de otros grupos que se fragmentan por las vacaciones, vienen
muchos jóvenes acostumbrados
a andar mucho y rápido, dispuestos a
demostrárselo a los demás. Y nosotros que somos gente madura y
moderada, refractaria a las batallitas y a las guerras, no nos queda más remedio que sufrir.
Aquel día íbamos con las
pulsaciones por las nubes, los dientes apretados, pendientes de la rueda que
llevas delante, si fallas una pedalada pierdes tres metros irrecuperables y te
quedas. Y así toda la mañana, sin descanso. Ya estábamos de vuelta, apenas nos quedaban unos
kilómetros para el
final cuando pinchó. Después de tanto esfuerzo no culminar la etapa
con los gallos es una verdadera pena, pero que le vamos hacer, son cosas que
pasan.
Nos quedamos casi todo nuestro grupo con él, más en plan solidario que para ayudar, pues él solo se bastaba para solventar esa
pequeña avería. Comenzó el proceso habitual, desmontar la cubierta, revisarla, introducir
la cámara nueva y lo más difícil, inflar de nuevo la rueda. El sol, ya alto, pegaba de lleno
haciendo que cada movimiento representara un buen esfuerzo. Poco a poco va
cogiendo presión, aunque no la
suficiente, cada vez las emboladas son más lentas, menos frecuentes, en sudor goteaba por la punta de su
nariz, alguien se ofreció a ayudar; él reusó y continuo bombeando, balbuceo algo sobre que no llegaba a los
siete kilos y a mí se me ocurrió una pequeña broma, sin mala intención.
-Yo con el abanico y el embudo llego a los
nueve kilos.
Me miró; al principio con esa mirada idiota del que no comprende, después con un destello de odio. Desde entonces
no me habla.
Suele pasar, algunos no afuantan las bromas
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