Burgos nos despide con temperatura fresca, nueve grados,
mientras que en mi tierra no ha bajado el termómetro de los treinta grados en
toda la noche. Nosotros hemos tenido que abrigarnos por el viento de poniente, más
bien fresquito. Hemos desayunado frente al hotel junto a cinco ciclistas más
que hacían el Camino de Santiago.
Salimos de Burgos en dirección a Sopeña. Extensos campos cercan
la carretera y tiñen el paisaje del color del cereal sin espigar. Los pueblos
se distinguen como simples manchas ocres entre el verde inconmensurable de los
sembrados. Sus iglesias macizas, grises, duras como el terreno en que se
asientan, resisten como pueden el paso de los siglos.
Unos postes hectométricos delatan el “famoso” ferrocarril
Santander-Mediterráneo. La plataforma discurre junto a la carretera en
numerosos tramos, aun conserva el balasto y es fácilmente distinguible.
En Sopeña y Revilla del Campo comienzan los recuerdos de
aquél Camino del Cid que realice hace años. El paisaje sigue igual, pero los
pueblos han cambiado. Y lo han hecho a mejor; las casas restauradas o
reparadas, todo está más limpio y presentable. He recuperado un párrafo de
aquel viaje que refleja la impresión del momento “... pueblos fantasmales en medio de ninguna parte, pueblos del páramo,
decadentes, en las calles ni un alma, ni los perros ladran, la sensación de
soledad es muy fuerte, casi absoluta. Se adivina que alguien habita el lugar,
algún vehículo aparcado en el interior de una vieja cuadra transformada en
improvisada cochera, aperos de labranza aquí o allá, solo la fuente en el manar
de sus chorros de agua cristalina muestra algo de vida...”
Los abantos vuelan en círculos sobre mí. Al principio no les
doy más importancia; pero cada vez sus círculos son más bajos, más concéntricos
y me usan a mí como vértice. La sorpresa ha sido cuando se han dejado caer a
unos cien metros delante de mí en el mismo arcén de la carretera. No sé si soy
valiente o no, pero enseguida han venido a mi mente las noticias sobre ataques
a animales vivos; y yo estoy medio muerto. Gracias a un tráiler que me ha
adelantado a toda velocidad y les ha obligado a levantar el vuelo hasta un
prado vecino. He aprovechado la confusión para poner pies en polvorosa.
Entre estas y otras disquisiciones y algún dinosaurio que
nos sale al paso, se hace la hora de comer y Salas de los Infantes puede ser un
buen lugar para ello. El restaurante Azua ha sido el elegido, y no nos arrepentimos.
Macarrones y carne guisada ha sido el menú, que hemos completado con una
cuajada.
La vega del Arlanza, plena de alisos, sauces y fresnos en
este final de la primavera, nos ha conducido hasta Quintanar de la Sierra,
pueblo en el que hemos decidido pernoctar y dejar para mañana una etapa relativamente
corta que nos permita explayarnos un poco por la ciudad de Soria.
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